domingo, 26 de julio de 2009

Las vitaminas como fuente de infelicidad



No creo casual que la mención del Caribe nos traiga a la mente imágenes del paraíso, con playas de ensueño, músicas alborozadas, personas afables y sonrientes,… Quienes han vivido en las Antillas saben que todo eso existe y que los vecinos de las riberas de este mar cálido suelen mostrar actitudes que se acercan mucho a la felicidad personal, al gusto por vivir.





No obstante, ya sabemos que es malo generalizar. No todos los caribeños disfrutan de igual grado de felicidad. Sin ir más lejos, los puertorriqueños son los habitantes menos felices de las islas caribeñas. Al menos, ésta es la sensación que me han producido sus habitantes desde que los conozco. Al principio, pensé que esa infelicidad era parte de la herencia cultural legada por los abundantes emigrantes canarios que arribaron a Puerto Rico. Indudablemente, los canarios somos muy dados a la autocompasión: sólo hay que oír hablar a uno de nuestros políticos o leer cualquier periódico insular para confirmarlo.













Sin embargo, los numerosos descendientes de isleños en Cuba y la República Dominicana no se distinguen de sus vecinos por una acusada falta de dicha, aunque sean algo más melancólicos que los ciudadanos de otras etnias. Se me ocurrió después que tal vez los puertorriqueños son infelices por su dependencia de los Estados Unidos; pero estoy plenamente convencido de que ni las cadenas ni las alas políticas logran arrebatar la sonrisa a un pueblo. Se puede ser íntimamente feliz en el más infecto calabozo y desdichado en el palacio más suntuoso. Parece como si los caminos de felicidad y los del bienestar fueran misteriosamente independientes. Que los fluidos que alimentan el placer sean diferentes de los que nutren la sonrisa.













Finalmente, llegué a la conclusión de que la tristeza boricua responde a la cultura sanitaria de los Estados Unidos: una obsesión por la salud que paradójicamente puede calificarse de enfermiza. El puertorriqueño, igual que el gringo continental, está obcecado con los medicamentos, los médicos y la comida sana. Vive continuamente pendiente de los frascos de vitaminas, de sus visitas a los doctores y de las etiquetas de los alimentos de tercera categoría que le llegan desde otras latitudes, porque dejaron de producirlos en la isla
Quien no se traga varias cápsulas de vitaminas al día es mirado como un ser marginal, falto de una cultura higiénica elemental. Hay que comer pastillas de vitaminas, aunque no se tenga carencia de ellas. Un gringo o un puertorriqueño se extraña mucho de que en Europa la gente no siempre tome vitaminas y pueda conservar la salud. Junto a las vitaminas van, cómo no, grageas con oligoelementos, estimulantes o antidepresivos.
Todo ese conglomerado, unido a una alimentación abundante en grasas, produce una legión de personas obesas. Naturalmente, ninguno reconocerá que sus gordas posaderas provienen de sus frascos de pastillas, del azúcar de sus cocacolas ni de las nocivas mantecas de los donuts.
La obesidad se les convierte entonces en otra obsesión. Hay que combatirla con más pastillas y, en menor medida, con sesiones maratonianas de brutales y disparatados ejercicios en los gimnasios. Así, difícilmente, queda espacio para la felicidad.













Produce asombro comprobar que esta obsesión salutífera de los norteamericanos está logrando en la Isla del Encanto lo que no consiguieron las bases militares, las cárceles, las industrias azucareras o químicas, los planes de educación en inglés, las iglesias protestantes, el reguetón, la Ley Jones de 1917 ni siquiera la Ley de Cabotaje: robarle la sonrisa al pueblo.













La isla donde vivo tiene sus causas –también relacionadas con la historia y el “progreso”– para la infelicidad que es, al menos, tan acusada como en Puerto Rico. Por fortuna, todavía no estamos obsesionados con la salud, al menos mientras nos encontramos sanos. Sin embargo, un bombardeo publicitario constante quiere llevarnos a colocar la “tirita” antes de producirnos la herida, en esa dirección tan rentable para algunas industrias, tan deplorable para nuestro bienestar, tan alejada de la auténtica medicina preventiva.













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