jueves, 30 de julio de 2009

LA DESTRUCCIÓN DE LANZAROTE EN UN FILM DOCUMENTAL

Tengo el gusto de invitarles al estreno de una película en esta misma página, en versión completa, actual, dura y polémica: LANZAROTE, LA ISLA ESTRELLADA*.


* estrellar.

1. tr. Sembrar o llenar de estrellas. U. m. c. prnl.


2. tr. coloq. Arrojar con violencia algo contra otra cosa, haciéndolo pedazos. U. t. c. prnl.



Diccionario de la Real Academia Española





Creo que, por primera vez, en el estado español, se realiza un estreno mundial de estas características. Amazonas Films, como uno de los primeros partners oficiales de YouTube, inicia una serie de filmes de larga duración, acordes con los más avanzados medios tecnológicos actuales. Me honro en ser director y guionista del primero de ellos.


Con tecnología HD (Alta Definición), ya está disponible en el portal de Amazonas Films (youtube.com/amazonasfilms) una película de 50 minutos que relata la increíble gesta de los hermanos Medina Cáceres. Una historia relacionada con la destrucción de las costas de Lanzarote, una isla del archipiélago canario que actualmente se estrella contra su propio desarrollo urbanístico.



Junto al Premio Nobel José Saramago, intervienen otros intelectuales y ciudadanos conscientes de la necesidad de frenar a toda costa la especulación urbanística. La película es una reflexión sobre el modelo actual de turismo y desarrollo. No sólo se ha puesto de relieve su aspecto más conocido, el de la corrupción empresarial y política, sino el que incide de manera perturbadora sobre la ecología humana y natural, lesionando la dignidad de las personas y la armonía del medio donde éstas viven.
El núcleo del film es una antigua casa de salineros. Situada hasta hace pocos años en una playa, a la orilla del mar, se encuentra ahora a muchos metros de la orilla, cercada por un gran complejo turístico que ha devastado esa parte de la costa, antes llamada Berrugo, entre Playa Blanca y Papagayo, en el municipio de Yaiza.

Como si fuera la aldea de Asterix, la Casa de Berrugo ha resistido durante años los embates desarrollistas que han pretendido hacerla desaparecer. Su dueños son los hermanos Medina Cáceres, nacidos en esta vivienda que era propiedad de sus padres desde 1905. A pesar de la avanzada edad de los hermanos, su resistencia a abandonar su casa se ha hecho legendaria dentro y fuera de Lanzarote.
Esta lucha de largos años, es descrita por sus protagonistas y comentada por quienes viven de cerca el salvajismo arquitectónico en la isla que hasta hace pocos años fue la gran reserva del turismo ecológico en Canarias. La Isla de César se ha tornado en la Isla Estrellada.



SINOPSIS


GUIÓN Y DIRECCIÓN: Manuel Mora Morales
ENTREVISTADOS: José Saramago, Pilar del Río, Rafael Fuentes, Pedro Hernández, Santiago Medina Cáceres, Gabino Medina Cáceres, Juana Ángela, Juan Medina Cáceres, Rafael Almenara y Juan David García Pazos.
RODAJE: Lanzarote, Fuerteventura, Gran Canaria y Tenerife.
AÑO DE ESTRENO: 2009
LUGAR DE ESTRENO: YouTube.com
SOPORTE: Vídeo HD
SONIDO: Estéreo
BLOG OFICIAL: http://islaestrellada.blogspot.com/

domingo, 26 de julio de 2009

¿Por qué Pérez Reverte no se parece ya a Pérez Reverte?




Desde hace quince días, Pérez Reverte me tiene pasmado. El pasado fin de semana, se burlaba de un señor –flaco y, paradójicamente, añorante del Régimen– que había bautizado a su barco con el nombre de Viva España. Yo esperaba que alabara la valentía de un coherente lobo de mar frente a la cobarde desbandada nacional por las praderas de la alianza de civilizaciones. Pero me dejó con un palmo de narices.


La semana anterior, escribió un artículo de Premio Nobel sobre los diputados. Un escrito que si se sometiese a referéndum lo avalaría el noventa y nueve por ciento de los ciudadanos. Confieso que estuve buscando el párrafo donde el académico había colocado la moraleja antidemocrática, pero no lo encontré. Touché.


Hoy, he leído otro artículo en el que defiende la libertad sexual y dice sentirse a gusto en un Madrid "luminoso, justo y libre", donde los mozos se acarician la nuca con ternura. Les aseguro que ni los llamó maricones.


Con éste, ya son tres fines de semana que Pérez Reverte no se parece a Pérez Reverte. Ni siquiera a un Roberto Alcázar mal hablado, sino más bien su prosa corre pareja a la del propio Manuel Azaña –redivivo, traicionado y embarcado–, lo cual es para escamarse. Incluso sus "piropos" han bajado de tono, excepto un pequeño lapsus, cometido al llamar cariñosamente "hijo de puta" a un guardia jurado.


¿Qué ha propiciado este cambio espectacular? Seguramente, no se debe a que "desde arriba" le hayan dicho que cambie el tono y la dirección de las flechas, porque, en ese caso, habría continuado erre que erre por los siglos de los siglos: contándonos cómo desbarra sobre las mujeres con su amigo Antonio y cómo se muerde las uñas cuando recuerda que los muchachos del Gran Capitán ya no salen a luchar contra el turco.


Quién sabe. Tal vez, cada cierto tiempo las aurículas y los ventrículos le cambian de posición. O la calor le quema las ganas de joder y le hace renacer los buenos sentimientos como si fueran anhelados brotes verdes de ministras en crisis. Hasta puede ser que en julio su velero se mueva menos y tenga la vista más centrada. Vete a saber.


Lo cierto es que no hace muchos años que leo sus artículos en una revista que me regalan cada sábado. Por tanto, no puedo saber si esos saltos estéticos e ideológicos son algo habitual en él, si se trata de un resabio de su juventud o si ha sufrido una conversión al caerse de su yate, encabritado como el caballo de Saulo camino de Damasco. Encabritado el yate, por supuesto.


¿Usted qué opina?




Las vitaminas como fuente de infelicidad



No creo casual que la mención del Caribe nos traiga a la mente imágenes del paraíso, con playas de ensueño, músicas alborozadas, personas afables y sonrientes,… Quienes han vivido en las Antillas saben que todo eso existe y que los vecinos de las riberas de este mar cálido suelen mostrar actitudes que se acercan mucho a la felicidad personal, al gusto por vivir.





No obstante, ya sabemos que es malo generalizar. No todos los caribeños disfrutan de igual grado de felicidad. Sin ir más lejos, los puertorriqueños son los habitantes menos felices de las islas caribeñas. Al menos, ésta es la sensación que me han producido sus habitantes desde que los conozco. Al principio, pensé que esa infelicidad era parte de la herencia cultural legada por los abundantes emigrantes canarios que arribaron a Puerto Rico. Indudablemente, los canarios somos muy dados a la autocompasión: sólo hay que oír hablar a uno de nuestros políticos o leer cualquier periódico insular para confirmarlo.













Sin embargo, los numerosos descendientes de isleños en Cuba y la República Dominicana no se distinguen de sus vecinos por una acusada falta de dicha, aunque sean algo más melancólicos que los ciudadanos de otras etnias. Se me ocurrió después que tal vez los puertorriqueños son infelices por su dependencia de los Estados Unidos; pero estoy plenamente convencido de que ni las cadenas ni las alas políticas logran arrebatar la sonrisa a un pueblo. Se puede ser íntimamente feliz en el más infecto calabozo y desdichado en el palacio más suntuoso. Parece como si los caminos de felicidad y los del bienestar fueran misteriosamente independientes. Que los fluidos que alimentan el placer sean diferentes de los que nutren la sonrisa.













Finalmente, llegué a la conclusión de que la tristeza boricua responde a la cultura sanitaria de los Estados Unidos: una obsesión por la salud que paradójicamente puede calificarse de enfermiza. El puertorriqueño, igual que el gringo continental, está obcecado con los medicamentos, los médicos y la comida sana. Vive continuamente pendiente de los frascos de vitaminas, de sus visitas a los doctores y de las etiquetas de los alimentos de tercera categoría que le llegan desde otras latitudes, porque dejaron de producirlos en la isla
Quien no se traga varias cápsulas de vitaminas al día es mirado como un ser marginal, falto de una cultura higiénica elemental. Hay que comer pastillas de vitaminas, aunque no se tenga carencia de ellas. Un gringo o un puertorriqueño se extraña mucho de que en Europa la gente no siempre tome vitaminas y pueda conservar la salud. Junto a las vitaminas van, cómo no, grageas con oligoelementos, estimulantes o antidepresivos.
Todo ese conglomerado, unido a una alimentación abundante en grasas, produce una legión de personas obesas. Naturalmente, ninguno reconocerá que sus gordas posaderas provienen de sus frascos de pastillas, del azúcar de sus cocacolas ni de las nocivas mantecas de los donuts.
La obesidad se les convierte entonces en otra obsesión. Hay que combatirla con más pastillas y, en menor medida, con sesiones maratonianas de brutales y disparatados ejercicios en los gimnasios. Así, difícilmente, queda espacio para la felicidad.













Produce asombro comprobar que esta obsesión salutífera de los norteamericanos está logrando en la Isla del Encanto lo que no consiguieron las bases militares, las cárceles, las industrias azucareras o químicas, los planes de educación en inglés, las iglesias protestantes, el reguetón, la Ley Jones de 1917 ni siquiera la Ley de Cabotaje: robarle la sonrisa al pueblo.













La isla donde vivo tiene sus causas –también relacionadas con la historia y el “progreso”– para la infelicidad que es, al menos, tan acusada como en Puerto Rico. Por fortuna, todavía no estamos obsesionados con la salud, al menos mientras nos encontramos sanos. Sin embargo, un bombardeo publicitario constante quiere llevarnos a colocar la “tirita” antes de producirnos la herida, en esa dirección tan rentable para algunas industrias, tan deplorable para nuestro bienestar, tan alejada de la auténtica medicina preventiva.













El traje de Trajano



D-EVOLUCIÓN


Marilyn, la moralidad y los símbolos

Una de las ventajas de morir joven es que nadie te puede fotografiar las arrugas, las canas ni lo achaques. Por eso es más fácil enamorarnos hoy de Marylin que de Liz Tailor o de Brigitte Bardot. No existen imágenes de las ruinas físicas de Monroe y todo lo que de ella nos llega está envuelto en el glamour que otorgan los millones de dólares, las gotas de Channel y los polvos de un presidente canonizado. Cada año que pasa supone una nueva capa de barniz sobre la estrella, un foco más iluminando la belleza de su tragedia desde otro ángulo. Los incendios, aunque nos pese, son un sublime espectáculo.

Nadie, tampoco yo, está interesado en derribar el icono -afortunadamente, no es un mito- de Marilyn, el cual nos hemos empeñado en que represente parte de una etapa de la historia contemporánea, junto a John Fitzgerald Kennedy, Fidel Castro, Nikita Khrushchev, Mao Zedong, Charles de Gaulle, Juan Domingo Perón, Lee Harvey Oswald, María Callas, Ernesto Ché Guevara y Martin Luther King. Franco, no. Franco era un enano bufón, una cazador de cabezas que había logrado reducir su país al tamaño de Liliput, es decir, al de su propia imagen de pitiminí.

En este mes de junio, Marilyn cumpliría 83 años. En el mes de mayo, John Kennedy habría llegado a los 92 abriles. Su presunto, presumido, precoz y controvertido asesino, el ex marine Lee Harvey Oswald, alcanzaría el próximo octubre los 70 años, diez menos de los que podría haber cumplido Ché Guevara en mayo pasado. El resto pasaría largamente de los cien años, excepto Fidel, único sobreviviente, que en agosto alcanzará 83, la misma edad de Marilyn. Con gusto, la CIA lo habría cambiado por el resto...

A principios de la década de 1960, nadie podía imaginarse el mundo sin esta serie de personajes: desaparecidos ellos, desaparecida la civilización conocida. Y así fue, realmente. Sin avisar, llegaron los Beatles, los Rolling, Frank Zappa, Bob Dylan, los hippies y mayo del 68, convirtiendo lo anterior en ceniza. Nada se salvó del incendio, excepto la KGB, la CIA, Marilyn Monroe y la Reina de Inglaterra, que seguia sonriendo incluso cuando John Lennon le aconsejó mover las joyas si le fatigaba hacer palmas en el concierto.

Es seguro que el escritor Leon Tolstoi no estaría de acuerdo con un análisis en que se trate de simbolizar una época con unos personajes de la élite, en lugar de crear un icono colectivo que es, a fin de cuentas, el que representaría a las fuerzas que hacen mover los bloques de la Historia humana. Por ejemplo, las multidudes de estudiantes y obreros en mayo de 1968, en Paris. Nadie podría explicar ni siquiera imaginar el 68 sin esa multitud. Pero si borráramos a Fidel Castro tampoco podría entenderse Cuba, porque allí las multitudes hicieron poco y poco continúan haciendo, excepto comer ñame con bacalao cuando lo hay. Si desaparece Marilyn, una parte importante de la cultura actual se iría al traste y sin Kennedy, santificado y maritirizado, los amigos de Estados Unidos serían menos, incluso dentro de su propio país.

Los símbolos importan, porque nuestro pensamiento es simbólico. Los españoles no tienen letra para su himno nacional y no les gusta sacar demasiado su bandera porque durante muchos años fueron los símbolos de la tiranía. Su corazón está más cercano a Marilyn, a Lennon, a Serrat o a la Selección Española de Fútbol que al himno o la bandera rojigualda. Nadie fue capaz de cambiar los símbolos franquistas cuando nació la monarquía parlamentaria, por temor a la reacción de los adictos al régimen. Un temor más que razonable. Cambiar las ideas es más fácil que los sentimientos.

Si hoy se compusiera un nuevo himno y se diseñase una flamante bandera, es probable que casi todos los españoles se sintieran más unidos y orgullosos de sus símbolos. No creo que en la actualidad se avergüencen de su nación o que esa conducta huidiza respecto a bandera e himno responda a algún complejo de inferioridad, como se dice continuamente. Por el contrario, sucede que a los españoles de bien se les cae la cara de vergüenza escuchando la misma música que representaba a la dictadura. También a mí me ocurre: con el primer compás del himno español se me incrusta en el cerebro la cara y la cruz de una peseta y hasta que no se termina la música, no dejan de agobiarme las imágenes del aguila, las flecha, el yugo y el dictador de perra chica. Y así no hay quien cante a gusto. Quizás, cuando pase la resaca de la pseudo-ley de memoria histórica, sea el momento de que las instituciones políticas, sociales y militares vayan pensando en una sustitución de símbolos, algo que sería bien acogido por la mayoría, si se realiza de manera pacífica y participativa. Hasta los futbolistas y los futboleros lo agradecerían.

La moralidad* de los pueblos y de sus dirigentes va quedando grabada en sus símbolos de manera indeleble. Nadie podrá ya rehabilitar la cruz gamada, por antigua que sea, ni difamar con éxito a Martin Luther King. Se han convertido en símbolos impregnados de moralidad o de inmoralidad.

La moralidad y los símbolos son motores que importan mucho a las personas, porque se hallan en el núcleo de la condición humana. Más aún que el hambre y la miseria, más que la riqueza y el placer, los cuales, a fin de cuentas, sólo son consecuencias, sombras provocadas.

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(*) DRAE: moralidad. (Del lat. moralĭtas, -ātis).


1. f. Conformidad de una acción o doctrina con los preceptos de la moral.




moral. (Del lat. morālis).

1. adj. Perteneciente o relativo a las acciones o caracteres de las personas, desde el punto de vista de la bondad o malicia.

Los cargos públicos. Ni servidores ni sirvientes

Es evidente que los políticos no son servidores públicos. La realidad es que son los ciudadanos quienes sirven a los políticos, quienes trabajan para ellos, quienes soportan sus malas mañas o sus excentricidades, cuando las tienen. No al contrario.
Si usted no está de acuerdo, dígame: ¿Quién trata a sus servidores de Ilustrísima o de Excelentísima? Nadie ha hecho eso nunca. A los servidores, como mucho, se les llama de usted. Son los servidores los que han de llamar Excelencia a sus amos. Los que tienen que guardar silencio ante ellos y solicitarles audiencia si quieren un poco de su tiempo. El dueño del tiempo es el auténtico amo, no el servidor.


Si aún usted no está de acuerdo, dígame: ¿Qué servidores usan mejores ropas que sus dueños? Desde luego, difícil será encontrar a un político que vista peor que sus votantes. Bueno, quizás podríamos exceptuar a Acevedo Vilá, Gobernador de Puerto Rico, que gastó (de los fondos del Partido Democrático Popular), en 2007, sólo 40.000 dólares en unos cuantos trajes adquiridos a la firma Brioni. O a Francisco Camps, Presidente de una Comunidad autónoma, también amante de los trajes discretos.
Si todavía usted no está de acuerdo, dígame: ¿Qué servidores trabajan menos que sus amos? ¿Qué servidores tienen mejores automóviles que sus patrones? ¿Qué servidores comen mejor que sus dueños? ¿Qué servidores ganan más dinero que quienes les pagan el sueldo?

Es evidente que los políticos no parecen servidores. Más bien, amos. ¿Por qué entonces se nos dice que son nuestros servidores?

Nos lo repiten continuamente, porque un servidor hace más falta que un amo. La herramienta de trabajo de un político es la palabra. Con ella fabrica las promesas electorales de manera piramidal, gana los votos y nos convence de que lo blanco es negro, de que lo alto es bajo y de que los amos son servidores. Cada político teme que no lo necesitemos. Por eso se esfuerza tanto en convencernos de nuestra necesidad de abnegados servidores públicos. De su voluntad de servir. De su humilde condición de criados, pudorosamente cubierta con ropas, coches, aviones, comidas, visas oro y cuentas corrientes de amos.

Desde luego, no me refiero a la necesidad de gestores de lo público, pues es evidente que la sociedad los necesita. Sólo he hablado de la falacia que consiste en denominar servidores a los amos. Y, puesto que nos vemos obligados a tenerlos, ¿no sería mejor llamarlos por su nombre?

De Lobsam Rampa, a Paulo Coelho

cruzhorca

En mi adolescencia apareció un fabulista llamado Carlos Castaneda, el cual envió al infierno a no sé cuántos jóvenes que creyeron poder alcanzar el paraíso de la sabiduría bebiendo una tisana de Datura, como hacían don Juan y don Genaro, los protagonistas de sus falsos relatos etnográficos. Durante años, Castaneda vendió millones de libros y, quizás, aún le llegue algún derecho de autor al Más Allá donde actualmente se encuentra, si la palabra actualidad tiene algún significado después de estirar la pata.

Antes que él, las tiernas cabezas de los jóvenes y de los adultos más ingenuos (que suelen tener el mejor corazón, por cierto) eran horneadas por un tal T. Lobsam Rampa, que se proclamaba lama del Tibet y explicaba hasta el más nimio detalle sobre cómo había que proceder para abrir el tercer ojo y acceder al nirvana en cualquier tercer piso de la calle General Sanjurjo o de la Avenida Primo de Rivera. Cuando la prensa descubrió que Logsam era el oficinista londinense Cyril Hoskin, que jamás había estado en Asia, ya fue demasiado tarde: sus innumerables libros habían hecho su labor depredadora de manera concienzuda, a lo largo y ancho de varios continentes. Y, una vez descubierto el fraude, al parecer, vendió aún más, como le sucedió a Ana Rosa Quintana, salvando las transferencias (y no precisamente autonómicas).

Hubo más gurús-profetas-escritores iluminados por la oscuridad del infierno (Manrique-Manganelli dixit), que es el vender. Vaya que si hubo. Y hay. Uno de los últimos es un psicólogo argentino con más sabiduría que los ratones colorados, el cual ha logrado la no desdeñable hazaña de hacer leer alguna línea a personas que odiaban hasta los rótulos que identifican a los invitados de la telebasura. Pero antes de este ilustre prototipo de vendedor de crecepelo, apareció un brasileño llamado Paulo Coelho con un discurso aliñado con una salsa rancia, compuesta, sobre todo, por conceptos entresacados de las malas traducciones gringas de cualquier santón oriental o sufi que haya escrito media página de chistes con moraleja.

La receta de Coelho suele ser infalible, siempre que la prepare el cocinero adecuado. Se trata de cocinar el mismo plato que sirvieron Rampa y Castaneda en la década de 1970. Ya vimos que les fue bien en el vender. No obstante, hay que ser prudente: uno puede escribir ensalzando -o ensalsando- cualquier estupidez, pero jamás ha de poner en duda las buenas intenciones de la religión dominante y de la política dominadora. Lo mejor es convertirse en un cocinero conservador, rancio como el tocino viejo, partidario de la mano dura y de los milagros y de las loterías que rescatan a uno de la muerte y de la pobreza. Así te dejarán tranquilos, porque estás trabajando en la misma dirección, empujando en el buen sentido, aunque te encuentres en los márgenes, raspando el caldero. Incluso te prenderán una medalla inventada por Napoleón en 1802 o alguno de la miriada de ministros iletrados puede tener la genial idea de solicitar que te concedan el Premio Nobel, porque encontró a su señora en la cama con un libro tuyo en las manos, abierto por la página 13, su número de la suerte.

Hace unos días, leí en una revista dominical un artículo de Coelho. Ensalzaba la presencia de símbolos que les recuerden a los ciudadanos la posibilidad de ser castigados con la pena de muerte si se portan malamente. Así, este sabio de tres al cuarto se mete a contar una historia en la que un jefe delincuente árabe, arrepentido y convertido por un franciscano (el autor y los jesuitas no deben tener buenas migas, desde su época de colegial), levanta en los montes Pirineos un cadalso con una horca.

Una vez terminada en secreto su siniestra obra de carpintería, se sube a ella y arenga a sus muchachos a ser buenos. Eso sí, sin nombrar para nada la horca que estaba preparada a sus espaldas. Y la mayor parte se dedicó a la agricultura mientras otros cogieron la de villadiego, todos temerosos de que sufriera algúnirreparable daño su coelho.

Me da la impresión de que la intención solapada de este tipo de escrito pasa desapercibida a gran parte de los lectores, pero que su podrida esencia va formando un poso oscuro en quienes lo reciben, decantándoles inconscientemente hacia la necesidad de instaurar la pena de muerte para acabar con la delincuencia.

Hay una parte de la sociedad que ama la sangre derramada, incluso no le importa que esa sangre pertenezca a un criminal, si no hay otro remedio. De sobra sabe esa gente que la pena de muerte no disminuye el número de asesinatos y que preparar la guerra no es garantía para conservar la paz. Sin embargo, siempre veremos que hay personas posicionadas junto a quien declare una guerra o sentencie a la silla eléctrica. Continuamente, aparecen almas buenas con la intención de asesinar legalmente a quien se ponga por delante.

Volviendo al artículo del santón brasileño, he de reconocer que la historia contada no puede tener una conclusión más reveladora: muchos años más tarde, una vez todos los habitantes del pueblo han demostrado que serán buenos eternamente, su ex jefe, desmonta el cadalso y lo sustituye por una cruz.

Bravo, Paulo Coelho. Ya puedes dormir tranquilo. Estoy seguro de que el domingo pasado, tan pronto el bueno de Tomás de Torquemada leyó tu escrito, se puso a gestionar un sitio preferente para tus rancias posaderas en la Gloria. Amigos hay que tenerlos hasta en el Cielo.

(c) M.M.M.

sábado, 25 de julio de 2009

Maganelli y la oscuridad como fuente de luz

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Samuel Beckett envenenó mi adolescencia; tuve la mala fortuna de encontrármelo una tarde lagunera en que la niebla podía comerse a cucharadas y me retuvo hasta el amanecer entre las páginas que soportaban la presencia angustiada del innombrable MolloyMalone y me obligó a sentirme tan perdido como él en un mundo que trataba de entender sin ver nada que reconociera verdaderamente a más de dos metros de mi silla, y aquella primera des-velada sin casi puntos ni comas me convenció de que la única tierra firme que pisamos o pensamos es nuestra propia ignorancia y fuera de ahí no parece haber gran cosa, a no ser una niebla sin cielo ni infierno; naturalmente, entonces no había aparecido Giorgio Manganelli, al que luego etiqueté como hijo putativo de Samuel, porque sin el mínimo respeto se plantó con su angustia descarada a veinte metros de mí y a cinco de MolloyMalone como si la niebla se arrendase a cualquiera con ganas de escribirse, y suplantó con signos ortográficos el desorden a que tiende la espontaneidad de la escritura cuando cree fluir libremente, y se implantó él mismo, ¡el propio Manganelli disfrazado de doctor Freud!, en un abrir y cerrar de pecho se empotró una muñeca que se alimentaba con trozos de su estómago y defecaba en su interior y le gritaba atrocidades que poco a poco me convirtieron en enemigo del autor hasta que le crecieron aquellas absurdas alas en la espalda y pudo salir volando de la calígine donde purgaba sus cuatro libros decentes para alcanzar los altos muros iluminados por la oscuridad del infierno; y aunque no tomó notas, juro que sin lugar a dudas vio cruzar, junto a Henry Joyce Flower, el espíritu de la pescadera Molly Malone con su carretilla repleta de berberechos podridos; juro que la vio pasar por los pasillos del infierno y que confundió su mercancía con larvas de ángeles; en realidad le disculpo por eso y no por haber fusionado a Molloy con Molly, bien fuera por humildad o por soberbia.

My love had a fever and no one could save her,
And that was the end of sweet Molly Malone,
But her ghost wheels her barrow
through the streets broad and narrow
crying cockles and mussels alive-alive oh.